25/9/09

Ciencia ética o ciencia patética.

Hace unos 2.400 años, un filósofo griego llamado Demócrito teorizó sobre la composición de la materia. Según afirmaba, la materia estaría formada por unas partículas indivisibles que pasaron a llamarse átomos. Mucho tiempo después, pasados más de mil años, los llamados alquimistas buscaron incesantemente el secreto de la piedra filosofal, por la cual pretendían convertir otras sustancias en oro. Fueron ellos los que sentaron las bases de la química moderna al demostrar que algunos compuestos, mediante ciertas reacciones, podían transformarse en otros completamente diferentes. Pasados otros mil años, un modesto monje llamado Mendel formuló las leyes genéticas de la herencia mientras se entretenía en plantar unos guisantes en su jardín. Como demostró, los genes se transmitían entre generaciones siguiendo unas determinadas reglas.

Todos estos filósofos y científicos eran, aparentemente, personas admirables. Sin embargo, pese a su aspecto sencillo e inocente, quizás podamos decir que se encuentran entre los mayores criminales de toda la historia de la humanidad… Sí, esta afirmación puede parecer algo sorprendente. Pero pensemos por un momento en lo siguiente: ¿no fueron ellos los precursores de ciencias que provocaron y provocan, hoy en día, miles y miles de muertes?

Si Demócrito no hubiese iniciado unas ideas que más tarde llevarían a la construcción de la bomba atómica, nunca habría existido el genocidio de Hiroshima. Si los alquimistas no hubiesen hecho los primeros experimentos para crear nuevos compuestos, no se habrían creado los clorofluorocarbonos (CFC), compuestos que están destruyendo la capa de ozono y provocando miles de víctimas. Si Mendel no hubiese dado inicio al estudio de la genética, no se habrían creado los organismos genéticamente modificados (OGM), que están siendo introducidos en los ecosistemas y provocarán efectos catastróficos en el futuro.

Podemos pensar, con toda razón, que el pobre Demócrito no fue responsable, ni mucho menos, de la creación de las bombas atómicas varios milenios después. O que a Mendel nunca le pasó por la cabeza que alguien pudiese, un siglo más tarde, utilizar sus guisantes para producir la contaminación genética de las más diversas especies. Ellos eran científicos que investigaban la naturaleza de las cosas. Su objetivo era simplemente ampliar el conocimiento para que éste pudiese ser utilizado para el bien de la humanidad.

Pero aquí está precisamente el problema: para que pudiese ser utilizado ¿cómo?, ¿por quién? y ¿realmente, para el bien de la humanidad? No cabe duda de que sus valiosos descubrimientos fueron utilizados por muchas personas: unas veces cultas y sabias, otras veces completamente ignorantes. Unas veces para realizar cosas maravillosas, otras veces para realizar las cosas más abominables del mundo. Cualquier tipo de conocimiento es en realidad un arma de doble filo: puede ser utilizado tanto para el bien como para el mal. Es decir, el conocimiento está inevitablemente sujeto a la ética.

En realidad toda ciencia, como epígono de la filosofía, como búsqueda humana de un conocimiento dirigido hacia un objetivo, ya sea concreto o difuso, es una extensión de la ética y está subordinada a ella de forma natural. Cualquier nuevo descubrimiento científico es, por tanto, inseparable de su raíz ética.

Sin embargo, la ciencia que vemos hoy en día a nuestro alrededor no es una ciencia ética, sino, en todo caso, una ciencia patética. En la mayoría de los casos, la ciencia actual está despojada de cualquier ética o de cualquier principio ético. Es por ello una falsa ciencia.

La mayoría de los científicos actuales no sabe ni se preocupa lo más mínimo por la ética. Y sus investigaciones no tienen necesariamente como objetivo el bien de la humanidad. Como auténticos profesionales que son, los científicos se limitan a estudiar aquello para lo cual hay dinero, aquello para lo que les pagan. Su área de conocimiento, además, llega a ser tan especializada y su campo de acción tan limitado que, muchas veces, sus supuestos objetivos resultan incoherentes o contradictorios. Y muy a menudo, su ignorancia de otros campos del saber les lleva a creer en la falsa bondad de sus investigaciones o de su posterior aplicación.

Una vez realizan un descubrimiento, los científicos actuales dejan su utilización en manos de otros, despreocupándose por completo de sus consecuencias. La mayoría piensa incluso que no les corresponde a ellos aplicar sus descubrimientos. Eso corresponde a cualquier otra persona, sin duda más ignorante. Y si ésta los emplea para realizar el mal, eso no es asunto de ellos.

No cabe duda de que esta actitud habría escandalizado a Demócrito, a Mendel o a los alquimistas, cuya dimensión ética podemos suponer muy superior a la de los científicos actuales. No a la de todos, evidentemente. Pero a nadie se le escapa que la mayoría de la patética ciencia actual es una mera actividad mercantilista, sin ningún cerebro, sin ninguna ética y sin ninguna… ciencia.